Nuestro
país, como ya argumenté en artículos anteriores, se encuentra nuevamente en una
«coyuntura crítica». Por un lado, hay evidencia acerca del agotamiento del
modelo neoliberal primario exportador y, por otro, también hay evidencia de una
crisis de la institucionalidad de la democracia. La desaceleración del
crecimiento del PBI y del empleo urbano en empresas de 10 o más trabajadores, y
las restricciones estructurales para reactivar y sostener el crecimiento en el
actual contexto internacional, junto a las prácticas corruptas en el ejercicio
de la función pública, la penetración del poder económico y político en los
poderes del Estado, y la presencia de oligarquías políticas que alejan cada vez
más a la ciudadanía de sus representantes, están configurando procesos sociales
y políticos, ciertamente contradictorios, que pueden generar transformaciones
más o menos profundas de la economía y sociedad, o, como ya ocurrió en el
pasado, que pueden frustrar estas transformaciones y perpetuar el dominio de las oligarquías políticas y
económicas, renovadas o remozadas.
Las
coyunturas críticas son momentos decisivos en los que aparece como oportunidad
la posibilidad de abolir la «ley de hierro de la oligarquía», es decir, el
gobierno de una minoría conservadora, cuya composición puede mutar en el tiempo,
pero que, como señala su autor Robert Michel, busca expandir y mantener su
poder «a cualquier precio, incluso abjurando de su principios e ideales
primigenios». La «ley de hierro de la oligarquía» no es exclusiva de las
autocracias, pues también se da, como en el caso de nuestro país, en las
democracias, donde operan organizaciones y partidos políticos también
oligárquicos. Estas oligarquías partidarias usan sus organizaciones para llegar
al núcleo del poder y usufructuarlo de acuerdo a sus intereses particulares. En
consecuencia, las oligarquías políticas dañan la democracia porque practican el
clientelismo, favorecen la existencia de caudillos y bloquean el desarrollo de
la ciudadanía.
Las
oportunidades perdidas
En los
últimos cincuenta años, el Perú ha pasado por varias coyunturas críticas. Todas
fueron aprovechadas por las fuerzas conservadoras para bloquear las
posibilidades de transformación social, política y económica. Mencionemos solo
tres de ellas.
La
primera ocurrió en la segunda mitad de la década de 1950, década que termina
con la crisis económica de 1958-1959. De esa coyuntura surge el movimiento
político, nacionalista y progresista, liderado por Belaúnde Terry que, elegido
democráticamente, gobierna el país de 1963 a 1968. En 1959 se había promulgado la ley de
industrialización y el gobierno de Belaúnde adoptó las banderas de la
integración nacional, la reforma agraria y la diversificación productiva. Este
proyecto transformador fue bloqueado por una fuerza política retardataria desde
el congreso de la república: la llamada coalición APRA-UNO, es decir, una
amalgama del partido del dictador Odría y el aprismo convertido ya en una
fuerza retardataria.
La
segunda ocurre durante la «catástrofe económica» provocada por el primer
gobierno aprista de Alan García. Las fuerzas progresistas y de izquierda,
divididas, hacen posible el triunfo de Alberto Fujimori. Este traiciona
rápidamente sus ofertas electorales, sumándose al coro del neoliberalismo que
recorre, patrocinado por el FMI y el Banco Mundial, toda la América Latina. Con
las fuerzas progresistas y de izquierda, divididas y algunas expulsadas del
poder, luego de un golpe de Estado, Alberto Fujimori convertido en caudillo y coludido
con el poder económico, sigue un régimen de «neoliberalismo de Estado», y
entroniza, como lo hizo Alan García, la corrupción como forma de gobierno. En
una década de «fujimorato», la economía creció solo durante cuatro años.
La
tercera coyuntura crítica ocurre durante 1998-2001 y se inicia con los efectos
en la economía interna de la crisis asiática y rusa. Son años lucha política de
todas las fuerzas progresistas y de izquierda que hace posible la elección
democrática de Alejandro Toledo, después de un breve gobierno de transición
todavía dominado por el libreto económico neoliberal. Las oligarquías se
recomponen y reubican en el núcleo del poder. Las fuerzas progresistas y de
izquierda dejan «solos» a los profesionales que desde el BCR y el MEF hicieron
reformas para, desde la política macroeconómica, iniciar el cambio del modelo de
crecimiento económico neoliberal. Toledo, quien hizo poco para impedir la
penetración neoliberal en su gobierno, fue sustituido, mediante elección
democrática, por Alan García, quien inicia su segundo gobierno desandando lo
poco que se había avanzado por la ruta de la soberanía nacional y del progreso
social. Otra vez el aprismo reaccionario, bloquea el cambio, ahora con su
modernización neocolonial del «perro del hortelano».
Alan
García tuvo suerte en su segundo gobierno. La economía creció en piloto
automático con un entorno externo sumamente favorable. García, que también hizo
de la corrupción una forma de gobierno, solo se dedicó a concesionar el
territorio nacional a las inversiones extranjeras dirigidas a la explotación de
los recursos naturales. Respetó escrupulosamente el libreto neoliberal: nombró
en el MEF y el BCR a profesionales afines con ese libreto. El presidente del
BCR designado por García sigue en el cargo hasta ahora y su viceministro, que
fue ungido ministro por Humala, renunció recién hace un año. Humala siguió fielmente
el librero neoliberal y la política del «perro del hortelado».
A
modo de conclusión
Ni
durante el gobierno de García ni en el de Humala, que aún no termina, las
organizaciones progresistas y de izquierda se reagruparon y fortalecieron, para
enfrentar exitosamente las elecciones. Las peleas entre la cúpulas de las
actuales dos organizaciones, Únete y Frente Amplio, con responsabilidades compartidas,
puede ahora ser la causa de una nueva frustración de nuestro pueblo. Existe,
entonces, el peligro de que «ley de hierro de la oligarquía» continúe en
nuestro país.
Publicado en el Diario UNO, el sábado 5 de setiembre
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